«Prince of Darkness», de John Carpenter

Situándonos en el contexto, John Carpenter venía del furibundo fracaso que en 1986 había significado Big Trouble in Little China, una curiosa incursión por el género de aventuras con la presencia siempre en versión ruda de su actor fetiche Kurt Russell, aunque sin conseguir los mismos dividendos cosechados en The Thing. Con la película que nos ocupa quiso, en consecuencia, retornar a la senda que siempre le había tributado más satisfacciones: el terror, además desligándose en parte de los fórceps a su libertad creativa que le imponían los ejecutivos de los grandes estudios.

Prince of Darkness es, al menos desde su planteo argumental, uno de los filmes con mayor dosis de elementos sobrenaturales que yo haya visto de Carpenter, un director que ha dado muestras suficientes de moverse como pez en el agua dentro del género fantástico: todo comienza, apenas se inician los créditos y esa melodía inquietante y monótona compuesta por el propio director, con la muerte (presumiblemente por causas naturales) de un sacerdote perteneciente a una antigua secta del catolicismo denominada “La hermandad del Sueño”, al que una monja halla antes de concretarse una entrevista pautada con un cardenal. Entre sus pertenencias, encuentran un diario y un pequeño cofre que contiene una llave que oficia de enlace para ingresar a unos pasadizos subterráneos dentro de una antiquísima iglesia. Aquí entra en acción el sacerdote que interpreta un viejo conocido de todos los fans del terror, Donald Pleasence; descubre oculto entre esas bóvedas un enigmático tubo-altar en cuyo interior reposa un líquido verdoso que no viene a ser otra cosa que la esencia misma del Mal. En otras palabras, Satanás –que ha sido corporizado de todas las formas imaginadas por la literatura y el cine, al tratarse de una entidad suprasensible que puede variar su apariencia– se manifiesta en esta historia a través de una esencia muy concreta y tangible, dejando de lado toda conceptualización espiritual.

Paso seguido, y en su desesperado intento por develar el misterio que yace hace siglos dentro de ese tubo de cristal, el sacerdote convoca a un afamado profesor de física cuántica, instalándose ambos junto a un nutrido grupo de estudiantes de otras disciplinas en la tenebrosa arquitectura de la iglesia abandonada. De este modo, al menos simbólicamente, Carpenter tiende puentes entre la ciencia y la religión partiendo de un argumento rocambolesco que no aspira a plantear un debate teológico profundo, sino a servir de puntapié para el desarrollo de una clásica película con tintes apocalípticos, del mismo modo que luego haría con la más redonda In the Mouth of Madness.

A medida que el líquido va ganando poder y pugna por salir al mundo exterior,  insectos de todo tipo comienzan a desequilibrarse, se desencadena un eclipse, y un numeroso grupo de vagabundos estáticos no dejan de custodiar los alrededores de la iglesia ni por un segundo (vale destacar el guiño rockero  de poner a Alice Cooper como el líder de estos merodeadores escoltas del Mal). Lo que continúa, cuando el terror en su estado más puro finalmente se desata, termina asemejándose más a una cinta de George A. Romero que al terror sobrenatural de Dario Argento. Y, a diferencia de otras obras de Carpenter, incluso anteriores, los años no le han sentado bien a algunas de las escenas cumbres, que sin dudas no han sido correctamente resueltas, y por ende, han envejecido mal, sumado a los permanentes cambios de raccord que benefician tan poco al conjunto del filme como el comportamiento de los esquemáticos personajes que pueblan la iglesia.

Al acabar el visionado, rescatando ideas interesantes como el hecho de que los sueños que tienen los personajes son mensajes enviados desde el futuro próximo, o la esmerada construcción de una atmósfera opresiva y claustrofóbica (punto en común con Assault on Precinct 13), a uno le queda la sensación de que Carpenter poseía los elementos necesarios para redondear una mejor película de la que finalmente hizo.

Prince of Darkness (EE.UU., 1987).
Director: John Carpenter.
Intérpretes: Donald Pleasence, Jameson Parker, Victor Wong, Lisa Bount, Dennis Dun, Susan Blanchard.
Calificación: 6.

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Deshaciendo la cultura

Meses atrás, y de forma muy ligera (al menos acá en Argentina) se desató una polémica suscitada por el libro El hacedor (de Borges), Remake, del escritor español Agustín Fernández Mallo. La inefable María Kodama, viuda y heredera de los derechos de autor de Borges, con su séquito de asesores legales a cuestas, obligó a la editorial Alfaguara a retirar del mercado, bajo amenaza de denuncia de plagio, todas las copias que se habían distribuido de dicha obra.

Desconozco los méritos literarios de Fernández Mallo, y según parece cuenta con una oleada de detractores entre sus compañeros de profesión. Sea como sea, en su libro no hace otra cosa que usar como matriz una serie de títulos, formas y estructuras brevísimas salidas de la mente de un Borges definitivamente ciego, combinándolas con conceptos entre presagiados y modernos, como Google, Internet, etc. En la carta de protesta que oportunamente firmaron unos cuantos colegas de Fernández Mallo, priorizando la ética por sobre fobias o filias, se lee: A El Hacedor (de Borges), Remake no se le acusa de plagio. Se le acusa de insertar unos materiales protegidos por derechos de autor dentro de una obra original, sin contar con el debido consentimiento de su propietaria. No ha importado nada que la obra funcione como un homenaje a Borges, quien se halla tan presente que resultaría disparatado acusar a Fernández Mallo de actuar de forma deshonesta. Su supuesta falta no tiene nada que ver con el engaño, sino con haber compuesto una pieza original valiéndose de algunos fragmentos que tenían dueña; una dueña que no está dispuesta a compartirlos.

En otra oportunidad he manifestado mi antipatía hacia esta señora –suerte de Yoko Ono criolla– que, a estas alturas, más que experta en custodiar un legado literario, se ha convertido en querellante profesional en tribunales de medio mundo. Esta grotesca decisión (pretender obligarnos, por ley, a pedir permiso para dialogar con un clásico universal) no viene sino a confirmar mi antigua tirria, heredada con toda probabilidad de la lectura de los diarios de Bioy Casares.

En el prólogo (que puede leerse aquí) y en el epílogo, Fernández Mallo lleva adelante un proceso narrativo en el que reproduce –sin intentar ocultarlo ni disimularlo– los que escribió el propio Borges en la obra homenajeada, pero modificando tótems o paradigmas, armonizando en una misma oración al autor argentino con Juan Pablo II y el disco Closer de Joy Division.

Coincido plenamente con Andrés Neuman cuando afirma que la gravedad del suceso, anecdótico hoy en día, no pasa por el gesto de incomprensión hacia una obra contemporánea, hacia una declaración de amor del autor español por Borges. Por el contrario, la gravedad reside en el acto de incultura general que significa desconocer que el proceso de reescritura, la creación a partir de obras preconcebidas, está en el germen del mismo arte. Desde los palimpsestos grecolatinos hasta el pop art, pasando claramente por el mismísimo Georgie, este procedimiento no es fruto de la era digital como ingenuamente remarcan en la carta de protesta.

Guiándome por lo poco que he leído, intuyo que El hacedor (de Borges), Remake no debe ser un libro de mi agrado. Pese a eso, ni María Kodama ni un staff de abogados devenidos en caricaturescos peritos literarios, merecen sancionar, en nombre de Borges, a un autor que lo admira. Por lo visto, poco lo han leído.

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¿Quién dijo que la felicidad es divertida?

Curioso trueque el de los alemanes, tan estupendos ellos, cuando durante la década del sesenta del siglo pasado hicieron correr el vocablo Gastarbeiter (“trabajador invitado”) para reemplazar Fremdarbeiter (“trabajador extranjero”), más acorde con los hábitos nacionalsocialistas que a la lavada de cara del dizque Wirtschaftswunder: la hijaputez  se afeita el bigote.

De la cisura entre una palabra y otra, de ese hueco esponjoso donde conviven  la xenofobia lisa y llana y el refrendo de cualquier discriminación para el progreso de la economía, habla Angst essen Seele auf (“La angustia corroe el alma”, título más revelador y bonito que el simplón “Todos nos llamamos Alí”), una de las mejores películas –según he leído– de Reiner Werner Fassbinder, sobre un tópico de Douglas Sirk: el de la mujer madura enamorada de un joven fornido (en All that Heaven Allows, Rock Hudson es apenas un jardinero), al que le añade, a la diferencia de edad y de clase, el contraste racial, realizando además un estudio de las clases populares, todavía apoltronadas en los fundamentos del nazismo, y una brillante reflexión sobre la extranjería, admitida siempre y cuando se consagre a aquellos trabajos que los nativos no quieren hacer (a la protagonista, por caso, no le agrada sobremanera decir que se dedica a la limpieza de oficinas, porque tal empleo no está bien considerado entre sus vecinos, la gente como ella, que admiró a Hitler en su juventud) y no exijan condiciones habitacionales decorosas.

En Angst essen Seele auf subyace una paradoja que contribuye –más allá de otros méritos intrínsecos del filme– a elevarla a la siempre dudosa categoría de masterpiece: Fassbinder convierte a su obra en una suerte de manifiesto que demuele para siempre los ideales románticos de la posmodernidad, y simultáneamente ofrece una reflexión alentadora en torno al amor.

Condenada a la viudez y a un trabajo vergonzante, Emmi (aunque acabo de descubrirla, no creo equivocarme al afirmar que se trata de una interpretación consagratoria de Brigitte Mira) conoce a un inmigrante marroquí del que se enamora, a pesar de que bien podría ser su hijo. Él trabaja en un taller mecánico, apenas sobrevive, hacinado, bebiendo y apostando como únicos paliativos contra una existencia gris (tan gris como plomizos son los colores que invaden cada plano del film: todo es desangelado, monótono y triste en esa ciudad alemana que retrata Fassbinder con lucidez apabullante). La escena en que se conocen, casualidad mediante, una tarde lluviosa, cuando Emmi halla refugio en el bar que frecuenta Alí, resulta conmovedora y alucinante al mismo tiempo.

El melodrama sigue su curso: ambos están demasiado solos, empiezan a quererse y terminan por contraer matrimonio, en contra de los prejuicios raciales del resto del mundo, que los observa, los denuncia, los insulta (vale recordar que el fantasma de la masacre de los Juegos Olímpicos de Munich, cual 11-S pretérito, estaba más latente que nunca en la conciencia colectiva alemana). Otra escena magistral se desarrolla cuando Emmi reúne a sus hijos para anunciarles que se ha casado, presentando al musculoso Alí: Fassbinder (que, como actor, compone a un yerno holgazán, machista e intolerante al que debemos prestarle mucha atención) realiza un travelling antológico, conteniéndose en el primer plano de cada uno de los incrédulos e indignados rostros al recibir la “buena nueva”. Sin necesidad de palabras, tan sólo contemplando el desprecio acumulado en incontables gestos faciales, esos hijos nos dicen más sobre el quid de la xenofobia que varios tomos ensayísticos.

Entonces ella decide que mejor se vayan de vacaciones durante un par de semanas; tiene el vago presentimiento de que cuando regresen, por alguno de esos prodigios que impone la lejanía, la mirada del mundo se revertirá cual cuento de hadas. Así sucede finalmente, pero el mundo cambia sólo porque comienza a pedirle favores a cambio, aunque ellos no lo noten, o mejor dicho, no les importe notarlo: cosa extraña que el dolor se nos revele únicamente  en el ultraje.

En fin, que la doméstica y el marroquí siguen juntos hasta que él, luego de una discusión banal, corre a los brazos de una mujer joven. Se suceden un par de incidentes menores que no vienen a cuento, y en un regresión circular vuelven a bailar una suerte de tango gitano, bajo una mortecina luz roja, en el fondo del bar donde se conocieron; allí él le confiesa que estuvo en la cama con otra, ella dice que el episodio no tiene trascendencia, que lo único relevante entre dos personas que se quieren es no hacerse daño. Entonces recordamos una vez más, de manera casi inevitable, aquella frase que leímos al comienzo de la película: “la felicidad no siempre es divertida”. En la última escena, Alí estará convaleciente en una cama de hospital; ella se sienta a su lado, le toma la mano y mira hacia la ventana abierta, un envío de Fassbinder hacia la imagen final de Rock Hudson y Jane Wyman en el film de Sirk, aunque sin nieve ni ciervos: Emmi mira a la ventana y, de pronto, la esperanza se incorpora en el cuadro. La esperanza, esa mala palabra para aquellos que buscan la saciedad.

Angst essen Seele auf (Alemania, 1974).
Director: Rainer Werner Fassbinder.
Intérpretes: Brigitte Mira, El Hedi Ben Salem, Barbara Valentín, Irm Hermann, Elma Kazlova, Anita Bucher, Gusti Kreisal, Rainer Werner Fassbinder.
Calificación: 8.

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Viejas fotografías modernas

El sello Universal lanzó el año pasado dos volúmenes más –luego de la reedición en 2010 del magnífico Band of the Run– de la Paul McCartney Collection. Se trata, en este caso, de los discos McCartney (1970) y McCartney II (1980), ambos remasterizados y cada unidad con un disco extra de bonus y rarezas (que, de paso, vienen a intentar justificar el precio prohibitivo de estos lanzamientos).

El primero, un álbum breve –trece canciones en poco más de media hora– que marca el principio de la carrera solista de Paul, publicado el mismísimo año de la disolución de los Beatles, trae un encarte con fotografías de Linda Eastman que adelanta, se me ocurre, cuatro décadas, la era Facebook. Veámosla: Paul en una playa sacando pecho cual Schwarzenegger en sus ¿mejores épocas?; Paul con una remera rosa, larga hasta debajo del short, y con una toalla anaranjada en la cabeza; Paul inspeccionándose la nariz; Paul en la granja, entre su rebaño de ovejas; Paul arreglando con cincel y martillo una ventana; Paul cargando a su hija Mary bajo la cazadora forrada de piel; Paul haciendo la vertical o reposando con la hija de Linda entre pastizales y flores… Fotos muy lejos, lejísimos de la pose rocker de la época, más bien instantáneas familiares de un chico cool que toca la guitarra, fuma marihuana y alimenta a su viejo pastor inglés.

Miles, millones de fotos parecidas ahora se cuelgan en Facebook: chicos de clase media con ínfulas artie cuya modernidad –la nuestra digo, incluyámonos– quizás atrase cuarenta años. O, pensándolo mejor, tal vez se trate de una modernidad adocenada que, si ayer manifestaba algún viso de alternatividad, hoy no es otra cosa que la celebración del aburguesamiento.

Como sea, el disco del que hablamos trae una canción, una especie de hit íntimo, que habría que traer a cuento siempre. Se llama “Junk” y no es más que la enumeración de los restos de un romance en el inventario del escaparate de una compraventa: “Motor Cars, Handle Bars,/Bicycles for Two,/Broken Hearted Jubilee,/Parachutes, Army Boots,/Sleeping Bags for Two,/Sentimental Jamboree”. Dos discos, en fin, para ser modernos ahorrándose el trámite de volverse asquerosamente contemporáneo.

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Consideraciones sobre «The Story of Stuff»

The Story of Stuff es, en principio, un documental de escasos 20 minutos que, desde hace varios años ya (data de 2007), mes más o menos, viene circulando por la Web en consonancia con la divulgación de células progresistas a través de las redes sociales. Allí, una señora llamada Annie Leonard, didáctica de la corrección política (luego nos enteramos de que es experta en desarrollo sostenible y salud ambiental) ilustra, de cara a la cámara, el sistema capitalista de producción y consumo valiéndose de unas animaciones precarias, pero que en los contornos del diseño gráfico –es decir, en el mayor de los casos, de la fruslería ornamental– se reputan modernísimos.

Nadie piense que la muchacha Leonard acude a nosotros provista de los ingenios de la teoría marxista, aunque su buena voluntad provoque la clásica confusión de chicha por limonada. Podríamos suponerla afiliada al partido Demócrata de su Seattle natal y gracias. Una voz más en el teléfono de la tragedia del pensamiento político contemporáneo. Sin embargo, nobleza obliga, llega en su documental a conclusiones nada desdeñables, basadas en la observación científica, que luego hizo explotar en el libro homónimo (impreso en papel reciclado, of course).

¿Sabía el lector, por caso y en estos tiempos de denodada desinfección, que los jabones antibacteriales tienen un fungicida llamado triclosán que se vincula a problemas endócrinos, asmas y alergias? ¿Sabía el lector que un 60% de los productos que consume para su aseo personal podrían afectar a sus hormonas? ¿Se escandaliza el lector ante estos breves datos? ¿Lo conmueven al lector las costureras peruanas que hilvanan su polo Lacoste? ¿Le preocupa tirar su CPU a la calle, aun a sabiendas de que contiene materiales peligrosos para el hábitat terrestre?

Datos incontrastables todos cuya fatalidad no admite prórrogas: la catástrofe transcurre ahora mismo y la ecología ciñe mucho más que la noticia de, pongamos, un militante encadenado a una foca a orillas del mar de Bering. Pero Leonard suena cándida, como la madre primeriza progre que compra los dizque pañales ecológicos para su crío (¡la solución individual como utopía comunitaria!) y propone acabar con las guerras, valorar el tiempo, comprar de segunda mano y privilegiar el rol de ciudadano por sobre el de consumidor… Todo muy lindo, pero, ¿cómo se hace todo esto sin la Revolución? ¡Díganmelo! Yo no lo sé.

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La guerra intemporal de Godard

Les carabiniers no es una película de las más recordadas de Godard. Entendible que así sea, pues se ubica en uno de los períodos en los que el franco-suizo alcanzó sus mayores cotas de creatividad: más precisamente entre una obra mayúscula como Vivre sa vie y la bellísima Le mépris. No por eso estamos ante un film menor que viene a llenar un espacio relativamente vacío, a la manera de esos discos repletos de lados B que se editan sólo para cumplir con exigencias comerciales.

El bélico, de por sí, es un género poco transitado –en comparación con otros países europeos– por el cine francés, pero resulta todavía más insólito en la filmografía de Godard. Perro verde del cine, como no podía ser de otro modo, su acercamiento a la guerra -en conjunto con Roberto Rossellini, con quien escribió el guión- está lejos de las trincheras de Kubrick o del napalm con helicópteros de Coppola. Pocos directores hacia 1963, cuando Vietnam aún era evitable, habían realizado una propuesta tan conceptualmente original e inmoderadamente irónica a la hora de abordar una temática por lo general cargada de solemnidad y conservadurismo.

En Les carabiniers, la guerra se exhibe con un nivel de abstracción inédito: el hecho histórico cede su lugar a la reflexión sobre el hecho concreto, desprovisto de elementos exógenos que generen cargas emocionales. En el transcurrir del metraje, el espectador nunca se entera qué guerra está observando ni qué países o facciones están combatiendo. De este modo, Godard levanta una muralla que clausura todo el sentimentalismo tan inherente a las producciones bélicas, librando a su película de premeditadas posiciones maniqueas, y centrándose con exclusividad en la guerra como un problema ajeno a las coordenadas tiempo y espacio.

La planificación estética, con una compaginación pésima, ilustrada a menudo con filmaciones de la Segunda Guerra Mundial, contribuye a crear una completa falta de verosimilitud que se asocia con la incoherencia de los soldados combatiendo sin formación previa de ninguna clase. La historia es sencilla: dos campesinos de muy bajos recursos son reclutados por enviados del Rey para ir al frente de batalla. Con la ilusión del enriquecimiento, principalmente a través de los saqueos, Ulysses y Michel-Ange dejan a sus mujeres y parten, fascinados. Ya en el fragor del enfrentamiento, y disponiendo de esa cuota de libertad para cometer cualquier tropelía que concede el estado de guerra, no dudan en aprovechar la situación para humillar y robar a cuanta persona se atraviese por su camino. (A lo largo de todo este tramo, la acción se divide en secciones rápidas y despiadadas, prologadas por unos largos títulos que recuerdan al cine mudo, y que en su mayoría simbolizan las tarjetas postales que ambos personajes envían a su casa).

Como lo señala Susan Sontag, una de las particularidades que distingue a este “primer Godard”, es que descubre el «cine dentro del cine». Su concepción del arte no está desprovista de una veta alienada, pues forja un cine que engulle al cine. Y en Les carabiniers se encuentra un ejemplo muy evidente y a la vez ingenioso en la escena en que Michel-Ange, tomándose un respiro entre tanto saqueo y muerte, asiste por primera vez a una proyección. La ensayista estadounidense describe con minuciosidad las reacciones del azorado soldado: Sigue con todo el cuerpo los movimientos de los actores en la pantalla, se esconde bajo la butaca cuando aparece un tren y, al fin, enloquecido por la imagen de una joven que se baña en la película incluida dentro de la película, salta de su asiento y sube corriendo al escenario. Primero se pone de puntillas e intenta ver lo que hay dentro de la bañera; después palpa cautelosamente la superficie de la pantalla en busca de la muchacha, y por fin intenta asirla…circunstancia en la cual desgarra parte de la pantalla que hay dentro de la pantalla y revela que la muchacha y el cuarto de baño eran una proyección sobre una sucia pared. Michel-Ange descubre que el cine, en palabras del propio Godard, es el fraude más hermoso del mundo. En contraposición con la guerra.

La película sigue un derrotero para nada sorpresivo cuando los pobres campesinos, luego de haberse ensuciado algo más que el cuerpo con tanta sangre, regresan a su hogar, sin mayores posesiones que una caja atiborrada de postales escrupulosamente separadas en bloques temáticos. A continuación, Godard se desempacha con una inusual escena de doce minutos de duración en la que los protagonistas van desempaquetando el cúmulo de fotografías que representan todo aquello que se les había prometido poseer.

En definitiva, la guerra presentada como estafa. ¿Acaso es otra cosa?

Les Carabiniers (Francia, 1963).
Director: Jean-Luc Godard.
Intérpretes: Albert Juross, Marino Masé, Catherine Ribeiro, Geneviève Galéa, Jean Brassat.
Calificación: 7.

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Juan Moreira: realidad y ficción de un héroe popular argentino

Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato; Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe… A Gutiérrez le basta mostrar un hombre, le basta darnos la certidumbre de un hombre… Su prosa es de una incomparable trivialidad. Lo salva un hecho, un hecho que la inmortalidad suele preferir: se parece a la vida. (Jorge Luis Borges).

Una novela puede cambiar el destino de un hombre. Sobre todo, cuando su vida aparece escrita día a día en un folletín, a la manera de Dickens, que los lectores de un periódico consumen con insaciable voracidad. Sobre todo, también, si ese hombre ya ha desaparecido de la faz de la tierra, y la ficción puede adornar vicisitudes de la vida real.

Juan Moreira, el hombre al que una novela convirtió póstumamente en un héroe popular como pocos han existido en la historia de la literatura argentina, fue, en palabras de Hernán Brienza, un “gaucho oscuro” que asoló la campaña bonaerense a fines del siglo XIX y combatió, a punta de facón, con las partidas de policía y con otros gauchos matreros de la época. Lo extraordinario radica en que, pasible debido a su origen de ser acaso uno más entre miles de seres anónimos, se transformó, sin llegar a saberlo, en un verdadero “símbolo para el pobrerío de aquellos años”, aunque su nombre terminó por trascender el ámbito rural y los tiempos convulsos en que vivió. Mucho tuvo que ver para esta póstuma transformación en héroe de los pobres, el folletín en que Eduardo Gutiérrez narró su vida por vez primera en 1880, cuando el verdadero Moreira ya había fallecido en un enfrentamiento policial, de espaldas y contra una tapia que no alcanzó a saltar (Leonardo Favio le dedicó una de las escenas cumbres del cine argentino, por no decir latinoamericano, a ese episodio). La vida de Moreira, condenada en principio a la indiferencia y después a la iluminación fugaz de la letra del prontuario, tuvo entonces un destino inusitado sólo porque un periodista, casi igual de oscuro que él, releyó las palabras guardadas en el archivo policial y, realizando modificaciones puntuales, decidió relatar su historia y publicarla en un diario.

El profesionalismo de Gutiérrez, definido en su alianza entre la tarea del investigador y cronista (que hace pesquisas sobre el terreno, entrevistas y recopila testimonios) y la del novelista (que usa los recursos poderosos de su imaginación), dan como resultado su incorporación  en el incipiente “mercado de las letras”, y lo distancia, en consecuencia, de sus pares periodistas, quienes sólo pueden ver, en el suceso logrado con los folletines gauchos, una claudicación y una asociación espuria  con los nuevos sectores populares urbanos que leen sus textos y, a su manera, los legitiman.

Tal vez ninguno de los contemporáneos de Gutiérrez haya imaginado  que, lejos de debilitarse hasta desaparecer por completo, la figura de Juan Moreira alcanzaría nuevas proporciones, poco tiempo después, cuando la prosa folletinesca fuera llevada al teatro para su representación, potenciando sin retorno sus dimensiones populares. Ni tan siquiera la censura moral que muchos críticos de la época hicieron de la obra lograron detener un fenómeno que, una vez apropiado por el pueblo que asistía a las funciones –que se disfrazaba de Moreira, que se identificaba con Moreira, que sufría con Moreira–, resultó incontenible.

Una serie de anécdotas jalonan el paso de Juan Moreira por la escena teatral. Acaso la más curiosa y contundente es la que aconteció a mediados de los 80, cuando un paisano asistió a la función y, al observar  el enfrentamiento con la partida, saltó al escenario para defender a su héroe (una especie de reverso de la willing suspension of disbelief, comparable con una escena de Les Carabiniers de Godard que transcurre en un cine). Condenada al olvido por incitar al mal ejemplo, este suceso en el que la realidad y la ficción se mezclan equívocamente, pareció condensar todo lo que no se debía hacer, lo que no se debía leer ni escribir. Claro que, desde otra perspectiva, la misma anécdota puede considerarse una manifestación cabal de la intensa eficacia popular alcanzada por una narración que potenció lo novelesco de una vida real hasta convertirla en leyenda.

Ya avanzado el siglo XX, y en el marco de la lucha popular por el retorno de Perón a la Argentina, la figura del gaucho perseguido y violento puede volver a ponerse en circulación adquiriendo nuevos sentidos. Pese a que el guión estuvo listo en 1968, no fue hasta 1973 que Leonardo Favio inmortalizó en cine, con intensos colores, la vida de Moreira, tal como se había anticipado. La historia narrada en el filme, según se infiere de los títulos, no se basa linealmente en la novela de Gutiérrez. Esta elección de una trama ya elaborada por la literatura y por los relatos de circulación oral para recrearla según renovados matices vuelve a producir un efecto impactante, pues la película alcanza una cifra récord de espectadores y se convierte en una de las más vistas en la historia del cine argentino (demostrando que taquilla y calidad no siempre están en riña). La persistencia de lo real en la sucesión de hechos que protagoniza el gaucho violento acorralado por la justicia se impone, a través de los tiempos, a todas las reelaboraciones, las metamorfosis, las variaciones, a la vez que se pone a disposición de nuevos cambios y versiones como pocos personajes de la literatura nacional.

En el Juan Moreira de Favio, la ley no está escrita, sino que emerge de la voz en off que acompaña algunas de las imágenes. A su vez, la circulación popular de la vida de Moreira está fuera del ámbito de la oralidad, y aparece, en cambio, graficada en una suerte de comic en el que se representa en viñetas la historia del gaucho. Sin embargo, la fuerza que las imágenes tienen en la cinta ya está, en parte, en la versión novelesca. Como bien lo anticipó Borges refiriéndose a la escena del duelo con Leguizamón: ¿no es memorable esa invención de una pelea caminada y callada? ¿No parece imaginada para el cinematógrafo? No hace falta ver la escena referida para comprobar que estaba en lo cierto.

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