Acerca de «La pianista», de Elfriede Jelinek

Se suele decir que Elfriede Jelinek es una escritora feminista. Ella misma lo certifica cuando afirma que toda mujer capaz de pensar no es otra cosa que una feminista. Sin embargo, estimo que el encasillamiento, como todo encasillamiento, es en parte frágil y poco clarificador. Porque en sus obras, y especialmente en La pianista, las mujeres no son meras víctimas del sometimiento masculino, sino que asumen el rol de cómplices. Y la complicidad, como se sabe, no exime de cierta responsabilidad.

Nacida al año siguiente de finalizada la Segunda Guerra Mundial, en una pequeña ciudad de la región de Estiria, Jelinek creció conviviendo con un padre deteriorado por una enfermedad mental y una madre en extremo dominante. Friedrich Jelinek, químico de ascendencia judía, había sobrevivido al nazismo gracias a que sus investigaciones revestían una importancia capital para la industria bélica. Fallece prematuramente dentro de una clínica psiquiátrica en 1969. Por su parte, Elfriede comienza a estudiar Teatro e Historia del Arte, pero muy pronto debe abandonar la universidad, pues su grave estado psíquico la conduce a un aislamiento absoluto: durante todo un año jamás sale de su casa. En los setenta, empieza a encontrar su lugar en el mundo: obtiene su diploma de organista en el conservatorio, gana premios por sus piezas radiofónicas, ingresa al Partido Comunista Austríaco y se casa con Gottfriend Hüngsberg, quien alguna vez fuera compañero de andanzas de Fassbinder.

Cuando en 2004 se enteró que había recibido el máximo galardón literario de este mundo –lo que significó una especie de azote o flagelo que la justicia poética arrojó sobre la Austria más conservadora–, Jelinek expresó: Es un gran honor, pero siento más desesperación que alegría. Si es cierto que uno puede llegar a conocer íntimamente a un escritor por medio de sus obras, he de decir que dicha declaración no me sonó a pose; por el contrario, me pareció muy sincera. Por supuesto, después no acudió a Suecia, alegando que la exposición pública podría hacerle mal. En otras palabras, la vulnerabilidad asociada con una negativa radical a doblegarse ante las convenciones de la industria cultural. Esa desesperación y esa fobia social que manifiesta Jelinek, se hacen presente de forma manifiesta en La pianista, una novela en que la experiencia lectora, lejos de llevarse a cabo bajo las trazas del placer, se ve amenazada constantemente por impiadosas rémoras, ora de forma, ora de fondo, que alejarán de los dominios de Erika Kohut a los lectores de estómagos sensibles o acostumbrados a propuestas estéticas más bien usuales.

La obra, llevada al cine por Michael Haneke en 2001, es, según la propia Jelinek, su texto más personal y lacerante a la vez. Es difícil precisar sobre qué versa una novela que no encaja en los cánones clásicos y que acapara tantas connotaciones en sus menos de trescientas páginas. En primera instancia, trata sobre la relación enfermiza y con tintes perversos, entre una madre y su hija. Erika Kohut es una mujer de mediana edad que siempre ha vivido bajo la égida absorbente e inflexible de su progenitora –de la cual jamás conocemos el nombre–, quien la adiestró desde niña para convertirla en un prodigio de la música. Al llegar al concierto de fin de curso, Erika fracasa rotundamente, y en adelante su brillante futuro como concertista muda en un vulgar trabajo como profesora de piano. Un destino diletante y antimusical escogió a Gulda y a Brendel, a Argerich y a Pollini, entre otros. Pero sin titubear pasó dándole la espalda a Kohut. Conviene tener en cuenta que el destino se pretende imparcial y que no se deja engañar por una larva encopetada. Erika no es guapa. Si quisiera serlo, la madre se lo prohibiría de inmediato. Erika estira en vano sus brazos hacia el destino, pero el destino no hace de ella una pianista. La arroja contra el suelo como viruta de madera.

La asfixiante presencia y el despiadado egoísmo de esta madre, que controla todos los resquicios vitales de su hija –con quién cruza una mirada, qué come, cómo viste, a qué hora llega a casa– desembocan en la completa anulación de Erika, en la condena a una existencia anodina y grisácea, desprovista de todo atisbo de emoción: un fluir vacuo de rutina sistematizada que, en el fondo de sus entrañas, atormenta sobremanera a la profesora y sus instintos libidinosos apagados desde hace décadas. Sin miembros masculinos en el pequeño apartamento que comparten –el marido-padre murió en una institución psiquiátrica hace tiempo ya–, la vida de Erika se reduce a las clases de piano, a la compra de vestidos que jamás usará, y a su madre. Mantiene, en definitiva, una relación de amor-odio con su carcelera, que se trasunta en el paso repentino de una brutal pelea en la que se arrancan mutuamente los pelos, a una escena de redención cargada de patetismo y erotismo incestuoso, en la que Erika se arroja sobre la humanidad de su ascendiente y, de forma alocada, comienza a cubrirla de besos y más besos.

En la primera mitad del libro, la densidad impregna a las escenas descriptas. La autora pinta un fresco repleto de actividades seriales, construye un tiempo circular basándose en las conductas consuetudinarias que invaden los días indiferenciados de la profesora, y tan sólo da paso a un respiro al rememorar la época en que la Kohut todavía no había arruinado su carrera, o cuando se detiene en su única vía de escape actual, esto es, las andanzas que protagoniza como voyeur por sórdidos rincones de Viena. Gélida, Erika espía escondida entre matorrales a parejas que mantienen relaciones sexuales en un parque público, o concurre a peep shows, donde simplemente se dedica a mirar, recluida en la impunidad, en la soledad que brindan esas cabinas que apestan a semen y desinfectante. Erika mira atentamente. No para aprender. En ella nada se conmueve ni se excita. Pero aún así tiene que mirar. Para su propio disfrute. Cada vez que piensa en irse, algo le dirige enérgicamente la cabeza bien peinada hacia la ventanilla y sigue mirando. La plataforma rotatoria en que se encuentra la bella mujer continúa girando. Sigue y sigue mirando. Ella es tabú para sí misma. Nada de tocarse.

De allí en adelante, el libro sufre un punto de inflexión, y se encolumna tras la tortuosa relación que la señorita K. entabla con Walter Klemmerer, uno de sus alumnos más aventajados. Klemmerer es joven, fuerte, atractivo, simpático, amante de  la naturaleza y excelente deportista; representa el universo de los sentidos, aquél que le ha sido negado sistemáticamente a su profesora. Asusta, al avanzar las páginas, comprobar cómo Jelinek se las arregla para crear un magma lingüístico en el que narra una estética del asco y la desmesura con una glacial naturalidad, que termina resultando tan angustiosa como hechizante. La autora austríaca aprovecha asimismo para ajustar cuentas con su propio pasado, y sin piedad, con la sociedad de su país, al atacar primero las pautas morales pétreas, y al trazar una crítica despiadada de la podredumbre que subsiste en un pueblo incapaz de asumir su pasado (resabios inocultables del nazismo): el dedo en la llaga.

Se nota que la poco querida Elfriede no exagera un ápice cuando asegura que la furia es el motor a partir del cual nace su escritura. La furia forjada por las injusticias, del tipo que sean. Por el sistema de valores machista, patriarcal, o por las injusticias políticas y sociales en general. Y esa furia se traduce en unas formas narrativas tan poco amenas como nada agradable resulta la propia inmersión en la aciaga existencia de Erika Kohut. Su lenguaje y su capacidad revulsiva arrasan con todos los preconceptos sobre el orden natural de las cosas, y quizá por eso, al terminar de leer La pianista, a uno le queda la sensación de haber recibido un golpe preciso y áspero allí donde más duele.

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9 respuestas a Acerca de «La pianista», de Elfriede Jelinek

  1. itaqua dijo:

    A mí, la Jelinek me fascina y me produce algunas sensaciones contradictorias. Su literatura está fuera de toda crítica negativa en mí y «La pianista» tiene mucho de autobiográfica, de proyección y de sublimación. Me parece que en su identificación con Erika es como si quisiera que su destino fuera ése al final: la imposibilidad del amor, la imposibilidad de cortar cadenas, pero… oh, prodigio, lo transporta a una ferozmente verdadera crítica de una sociedad fundamentalmente hipócrita y no digo nada más porque ya tú lo has dicho todo… chapeau.

  2. kleefeld dijo:

    Mira que aún no he podido leer nada de Jelinek – ganas no me faltan después de la peli de Haneke- pero empezando ya desde su misma biografía uno se da cuenta del enorme sufrimiento experiencial que deben destilar vida y obra. Hace muy poquito te he hablado de Claire Denis, que en cine, y unas décadas más tarde – siguiendo con éxito la vía abierta por Haneke- sigue esta senda tan furibunda, visceral y casi casi obscena de Jelinek. Se las llama feministas porque toda mujer que se ponga a escribir por fuerza tiene que ser feminista, pero de feminista nada, o al menos tan poco como escasas han sido sus participaciones a nivel político en reivindicaciones de ese tipo. Pero el alcance de sus obras, como ya indicas en el texto, va mucho mucho más allá, hasta llegar al seno mismo de la podredumbre. Me resulta muy interesante leer estas obras como el reverso postmoderno y oscuro de «Madame Bovary», «La Regenta», «Effi Briest», etc. Los temas y el modo de enfocarlos quizás sean diferentes entre ellas, pero es muy significativo que Jelinek y Denis sean mujeres, y no hombres, y que en el fondo siempre se esté hablando de lo mismo: el aburrimiento existencial, la enfermedad y la podredumbre como el núcleo y el fin de toda existencia humana.
    ¡Bravo!

  3. avellanal dijo:

    Ay, Ita, tú dices que lo he dicho todo, y yo pienso que -tratándose de una novela con tantas aristas- en realidad dije más bien poco y nada. Es cierto que, contrastando la biografía de Jelinek con los avatares de Erika Kohut, y leyendo algunas declaraciones que hizo sobre «La pianista», resulta imposible no concluir que la historia tiene un fuerte tinte autobiográfico, mayor que el presente de por sí en un 90% de las ficciones que se escriben a diario. Y, por supuesto, hay mucho de de proyección y de sublimación, como dices; precisamente a eso me refiero cuando digo lo de ajustar cuentas con su pasado. Yo descontaba que la Jelinek sería una escritora de tu simpatía.

    No tenía noticias de Claire Denis hasta ahora, Kleefeld. Ya queda anotada «Trouble Every Day», of course. Me parece valioso lo que señalas sobre la nula participación a nivel político en reivindicaciones feministas. Si bien (pese a que el mundo da un paso adelante y dos atrás) en algunos aspectos ya no estamos como a principios del siglo pasado, y quizá ya no hagan faltan tantas Simone de Beauvoir, es preciso decir que Jelinek jamás ha participado del activismo feminista. Por eso, el rótulo de feminista, a menudo sólo es un ropaje equívoco producto de las generalizaciones o de las lecturas simplistas.

  4. babel dijo:

    No he leído el libro, pero después de leerte dan unas ganas enormes. Sí he visto la película, una de las grandes de Haneke, pero no se hasta que punto resulta fiel a la autora su adaptación. Tomo nota de esta lectura.

    Leyendo la biografía de la autora y, sobre todo, su actitud hacia los premios o reconocimientos a su obra, me ha recordado ciertas actitudes de Kaurismaki. Seguramente no tengan nada que ver, además de no tratar el mismo campo artístico, pero me vino a la memoria un paralelismo…

    Saludos ;)

  5. Benjamín dijo:

    ¡Bravísimo! Muchas gracias por atender mi reclamo. A mí también me pareció que la relación de la Kohut con su madre castradora reviste mucha más importancia que la «anécdota» con su alumno. En todo caso, no debe sorprendernos en absoluto que la sociedad austríaca más conservadora y retrógrada haya querido cortarse las venas cuando Elfriede, la mujer que escribe sin hacer concesiones, ganó el Nobel.

  6. avellanal dijo:

    Babel: la película de Haneke yo la vi antes de leer el libro, y pese a que así éste pierde un poco de sorpresa, igualmente se disfruta (no sé si «disfruta» es el término más indicado, pero bueno…) muchísimo. A mí me parece que su adaptación es muy, muy fiel a la novela. Por lo demás, yo no conozco mucho sobre la vida de Kaurismäki, pero el que lo hayas mencionado me ha recordado que tengo que ver «The Man Without a Past». ;)

    Benja: ¡de nada, de nada! A ver cuándo vos me escribís un texto sobre «Grizzly Man», che.

  7. ISABEL dijo:

    Ví la película «La Pianista» hace unos días y me impresionó mucho su esquema sexual.
    Yo siempre he entendido este mundo como algo muy natural, la parte más animal de las personas, que disfrazado con ingredientes humanos ( cada uno pone los que más le gustan) es la primera alternativa a la supervivencia. Pero el sexo como fin para destruite psíquica y físicamente no lo puedo entender, salvo que se trate de una persona enferma. En este caso, ya es casuística de médicos, que no puedo razonar, porqué no estoy preparada para ello.

  8. gerado dijo:

    Que corriente literaria es ? Vnaguardismo, clasismo, humanismo ?

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