Sobre «Mario y el mago», de Thomas Mann

En el mundo hay abundancia de atajos para llegar a ciertas clases de belleza. Caminar junto a Hans Castorp en lo que constituye una travesía hacia su propia interioridad, escuchando a hurtadillas las entusiastas pláticas que entablan Ludovico Settembrini y Leo Naphta, o sumergirse con Gustav Aschenbach en los inescrutables abismos de la crisis de creatividad artística, en las tumultuosas aguas de la crisis espiritual de conciencia, equivale a recorrer, no ya un atajo, sino un tortuoso a veces, y fascinante otras, camino –anchuroso camino–, que se cimienta y suspende sobre una inequívoca base: el entusiasmo por la belleza. Y ese sendero, que se bifurca a la manera de Borges, se pierde en la noche de los tiempos, y por fin, se vuelve a unificar, nos lleva siempre a Thomas Mann, al sempiterno Thomas Mann.

Lo cierto es que, obras como La montaña mágica o Muerte en Venecia, me dejaron tan profundamente impresionado, que intentar traducir lo que he experimentado con la lectura de ambos prodigios artísticos, por medio de las palabras, está fuera de mi alcance y supondría un atrevimiento que, por otro lado, no estoy dispuesto a cometer.

Mi entendimiento, si los santos del cielo acuden en mi ayuda, como cuando el gaucho Martín Fierro los invocara para cantar su historia, quizá sea propenso sí, a trasladar algunas ideas –nada novedosas– que guardo en mi interior luego de la lectura de la brevísima novela Mario y el mago.

En ésta novelita –“novelita” exclusivamente por su extensión, y de ningún modo por su profundidad, como se podrá deducir–, Mann, a diferencia de los dos libros citados ut supra, se vale de un narrador en primera persona para describir una anécdota: la estancia de una familia extranjera en Torre di Venere, un (ficticio) pequeño balneario italiano, situado sobre la costa del Tirreno. El padre refiere algunas de las desagradables situaciones que él y los suyos debieron soportar a poco de su llegada (verbi gratia, la intransigencia con que el administrador del hotel les hizo desalojar las habitaciones que ocupaban, por pedido expreso de miembros de la nobleza romana, a causa de una tos ferina que sus hijos ya habían superado; aunque esto último, dictaminado por un médico, no fue óbice para que la bizantina decisión se vea alterada; o la escandalizada reacción de algunos lugareños por la autorización que nuestro narrador y su mujer le dieron a su niña de ocho años para quitarse el bañador en la playa, a fin de sacarse la arena que llevaba encima; suscitándose finalmente con motivo de esta nimiedad disfrazada de inmoralidad, una acción punitiva contra el matrimonio, que se vio obligado a pagar una multa en el Municipio).

Sin embargo, el escritor alemán pone el acento en otro incidente, a primera vista igual de intrascendente que los ya mencionados, pero que, en una lectura menos lineal, se revela al mismo tiempo, como la razón de ser y la metáfora de la novela: la presencia en el pueblo del mago Cipolla, un artista extraordinario que fusiona en su espectáculo, ardides con barajas, juegos de prestidigitación y, lo más impresionante, hipnotizaciones múltiples. Cipolla se deja ver, a lo largo de su inextinguible y somnífera presentación, como un personaje avasallante, con tintes arbitrarios, que somete y humilla sin concesiones a su propio público, pero al mismo tiempo, como un líder que amansa con una facilidad suprema a los desorientados espectadores que se muestran empecinados en presentarle batalla. El Cavaliere no conoce de fracasos (“me envanezco de tener casi siempre una buena noche”, dice al inicio del espectáculo), y lo cierto es que ejecuta cada uno de sus trucos con tal confianza en su propia persona, que la resolución exitosa de los mismos parecería estar asegurada de antemano. Como comenta Francisco Ayala, traductor al español de algunas obras de Mann, (…) este mago de feria, que por dos veces ha alzado su mano derecha haciendo el saludo romano, y que por último sugestiona al inocente camarero Mario para que, entregado por entero a su albedrío, haga el ridículo en una patética y bufa transferencia de sentimientos, no hay duda de que representa a Mussolini, entonces en el apogeo de su gloria. Del mismo modo, es válido interpretar la generalidad del escenario que Thomas Mann traza por medio de su romántica pluma (con la contradictoria mezcla de exaltación y repulsión que el público de Cipolla siente frente al sospechosos mago), como una caricaturización, o mejor aún, como una alegoría maestra de la pujante ola de fascismo que en 1929 (año en el que el alemán escribió la novela) se cernía, con su culto al nacionalismo y al Estado omnipresente, sobre la geografía italiana.

No obstante, Mann en ningún momento avaló dicha interpretación; más bien se mostró reacio a aceptarla. Es lógico que su postura sea ésa, pues reducir su obra a un movimiento político efímero, significaría quitarle trascendencia más allá de la obvia referencia al régimen de Mussolini. Por el contrario, si escrutamos con profundidad los rasgos esenciales que se esconden tras la mirada penetrante del mago Cipolla, si analizamos en extensión el comportamiento servil y decadente de la mayoría del público, y si por último, nos identificamos con el pasmado matrimonio extranjero que contempla aquel fastuoso y descomunal desfile de sugestión y poderío junto a sus no menos asombrados hijos, quizá comprendamos que Mann no nos habla solamente del Duce y sus seguidores; nos habla de la condición humana y de peculiaridades inherentes a ella –los casi ochenta años de historia que transcurrieron desde entonces bien pueden atestiguarlo–.

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9 respuestas a Sobre «Mario y el mago», de Thomas Mann

  1. Facu dijo:

    que imagen tan psicodelica que pusiste para inaugurar este año!! Es difícil captar todo lo que decís cuando no se ha leído la novela, pero viendo tu entusiasmo por Thomas Mann descarto que se trata de un grande en serio de la literatura.

    Feliz cumple atrasado y buen 2008!!!

  2. kleefeld dijo:

    Me entristece tener que comunicarte que leeré esta entrada (que imagino bellísima) cuando haya leído la «novelita» de Mann a la que está dedicada. Lo que no sé cuando sucederá, sinceramente, dado que de momento estoy yendo de la mano de Gustav Aschenbach y no pienso abandonar su camino, por ningún otro, hasta saber qué es de él y de su Tadzio (que, hasta el momento, sólo conocía caracterizados por Bogarde y Anderssen en la peli, también fascinante, de Visconti).

    De lo que sí hablaré, por otro lado, es de tu nuevo cabezal de blog. Dime, avellanal, ¿es una foto de tu cerebro?

    Felicidades y feliz año nuevo

  3. avellanal dijo:

    En realidad, Kleefeld, no te pierdes gran cosa si pasas por alto esta entrada, pues no he hecho más que apropiarme de cierto análisis (con el que coincido plenamente) que, en su momento, hiciera Francisco Ayala.

    Por otro lado, me alegra muchísimo saber que has visto la película de Visconti, y más aún, que la juzgas fascinante. Espero que tú sí te animes a trasladar al imaginario papel algunos pareceres sobre la novela de Mann. Supongo que ya habrás advertido algunas mínimas diferencias -nada sustaciales- entre la novela y su adaptación cinematográfica.

    Por lo demás, y ya que han hecho alusión a mi nuevo cabezal, sólo diré que, como acota Facu, es una imagen muy, muy psicodélica, y que si el interior del cerebro humano se parece a eso, espero que el mío sea exactamente ése.

  4. pads dijo:

    he hecho como kleefeld y sólo he leído el comienzo de esta actualización, por que pretendo, tras vuestras recomendaciones, leerme algo de este hombrecillo

  5. De Mann sólo me he leído Muerte en Venecia y la montaña mágica, hace muchos años, todo sea dicho pero ésta que comentas no. Tendré que ponerla en mi interminable lista de libros que deseo leer.
    A mí Muerte en Venecia me recordó al tono de Nabokov (quizás porque sean ambos amores prohibidos, no lo sé), ¿qué opienas?
    Besos

  6. avellanal dijo:

    Yo no he leído todavía «Lolita» (lo sé, tardo un montón); pero obviamente sí vi la (excelente) adaptación cinematográfica que realizara Stanley Kubrick, y es cierto que la cuestión del amor prohibido, de algún modo, hermana a las dos novelas, aunque considero que en la de Mann ése es solamente uno de los temas -ni tan siquiera el principal- que aborda.

  7. kleefeld dijo:

    Pues yo no veo semejanza alguna entre Mann y Nabokov, aparte del hecho de que ambos estén, junto a muchos otros, en la cúspide de la narrativa del siglo XX. El tono de Mann suele ser mucho más serio que el de Nabokov, que en ningún momento llega a deshacerse del sutil sentido del humor que le caracteriza. Y si bien es cierto que tanto en «Muerte en Venecia» como en «Lolita» aparece ese amor «de moralidad dudosa», el objetivo y la manera de tratarlo es radicalmente distinto en uno y en otro. La verdad es que no veo semejanza alguna entre las obras de ambos escritores. Y me gustan por igual, casualidades de la vida, jeje.

    Y, por cierto, antes que «Lolita» leed «Ada o el ardor», que la supera en toooodos los aspectos habidos y por haber.

  8. Fué porque en un reportaje abierto concedido por Miguel Mora a los lectores del diario El País, le dije que veía al pueblo italiano como a uno conejitos fascinados por Berlusconi, que él mencionó esta obra de Thomas Mann: Mario y el Mago,que por supuesto no conocía. La estoy buscando por las librerías de usados, pero hasta el momento no hubo suerte. Me gustó tu breve y profundo relato de esta novela. Cordiales saludos.

  9. achen dijo:

    si no la encuentras en librerias puedes leerla en youtube, esta completa. saludos

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